viernes, 13 de noviembre de 2009

Levantado del Suelo

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Tenía tal vez 12 años la primera vez que pisé el estado de Oaxaca. Conocí Monte Albán, Mitla, los chapulines, el quesillo, chocolate, pero la ciudad muy poco. En aquella ocasión visitábamos un rancho. Pasamos dos semanas ahí, conocí cómo desgranaban los elotes para trasformarlos en masa y hacer tlayudas. Me paseaba todos los días con los animales, cerdos, burros, caballos y aves con ese olor a estiércol que penetra por la nariz y eriza los cabellos, la sensación es más intensa cuando se procede de la ciudad. Pero lo más significativo  e impresionante fue el día que Ángel, un ranchero de tez morena, bigotudo, muy corto de estatura y con un olor a sudor que lo identificaba desde par de metros, nos llevó a la milpa. La milpas doblaban mi estatura, Ángel caminaba con mucha seguridad, cambiaba de rumbo muy seguido siguiendo un camino invisible para mí.  Aún no era temporada de cosecha pero cortamos varias mazorcas para la comida. Al día siguiente, aún con el sol escondido, nos dirigimos al campo a limpiarlo de hierbas y prepararlo para el arado.

Un vez limpiado a mano, apareció esa bestia enorme y ruidosa, Ángel encima de ella, me apuré a domarla a su lado. La montamos por par de horas, hasta dejar el terreno perfectamente marcado y listo para plantar semilla. Fue en ese momento que descubrí lo feliz y los satisfecho que me hace sentir trabajar la tierra, meter las manos a la tierra, intentar encontrar las entrañas, sacar el fruto, verlo crecer, comer directamente del campo. Sólo después de mucho tiempo pude volver a sentir la misma sensación pero aquella ocasión fue en Villaflores, Chiapas.

Fue en Oaxaca donde aprendí a respetar la tierra, el alimento que nos da, el esfuerzo tan grande que los campesinos realizan para que podamos disfrutar de un buen alimento.  También fue ahí, donde al calor del comal, ¨la abuela¨ me enseñaba a comer con las manos, los cubiertos sólo se usaban para la sopa. A la fecha el placer por comer con los dedos está muy presente, me parece tan familiar, tan primigenio, tan natural, tan normal, a pesar de que mucha veces las hormigas se empecinen en no dejarme hacerlo. Al calor de la fogata, escuchamos las historias de brujas, brujos y nahuales para después tener que cruzar el laberíntico campo de maíz muertos de miedo y así poder llegar a nuestros cuartos. Fue en aquel viaje, fue en Oaxaca...

Ahora vuelvo y quisiera regresar al rancho pero esta vez sólo puedo estar en la ciudad. Aún como con las manos, aún creo en brujas y nahuales. Aún me da miedo y me turba el sueño pero justo en ese momento la veo, sus ojos, su nariz, su sonrisa, la tranquilidad. La beso.


Eduardo Islas

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